Leo en prensa local una entrevista a un fotógrafo español en auge a quien, entre otras cuestiones, el redactor pregunta: “¿Analógico o digital?”.
Hasta hace bien poco el dilema planteado hubiera sido: “¿Es la fotografía arte?”. En ambos casos, se obtiene una respuesta que sirve para lo mismo, para catalogar a un autor como fotógrafo ortodoxo o como artista. De manera que si el entrevistado responde “analógico”, muchos lectores sentirán alivio y admiración.
Dentro de veinte años, lo analógico se estudiará como arqueología, la cámara digital habrá sucumbido a manos de otros soportes y los nuevos detractores usarán argumentos previsibles: “Se está perdiendo la magia del digital”.
Obsesionarse en el mantenimiento de una técnica superada en favor de la nostalgia y de la emoción por el proceso artesanal, es tan objetivamente respetable como tejerse los propios jerseys. Pero con la misma objetividad debemos considerar que aquella excitación que uno experimentó sumergiéndose en lo analógico, otros la pueden vivir en el ámbito digital. ¿Hay algo más inútil que poner puertas al campo?
Mañana, cuando alguien analice en un mueso o en un libro las imágenes de un fotógrafo desaparecido, en lo último que pensará es si la técnica utilizada fue analógica o digital. Entre otras razones porque no habrá evidencia de ello a través de la simple observación: reto a cualquiera a diferenciar una buena copia analógica de una digital. Este tipo de episodios no son exclusivos del sector de la fotografía. Un amigo mío sometió una vez a varios “expertos” a una cata ciega de vinos. Como pueden adivinar, el resultado fue vergonzoso.
Media vida justificando si es o no arte, otra media que si digital o analógico, que si manual o automático, que si la plata contra el pixel, que si papel baritado, que si revelado químicamente o tirado con un plotter, que si… Son polémicas entretenidas, pero un poco absurdas. ¿Por qué no leer y sentir una imagen en vez de analizarla física y químicamente? ¿Y hablar sencillamente de emociones provocadas? Ver la imagen como producto final y lo que en ella permanece. Lo que en ella habla.
Yo también he caído, como todos, en debates estériles. Hasta que en cierta ocasión me apliqué aquella célebre exclamación de James Carville, asesor del demócrata Bill Clinton, y me dejé de tonterías. Me dije con crudeza a mí mismo: “¡Es fotografía, estúpido!”.