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DM | 06·12·21 | 04:01

https://www.diariodemallorca.es/opinion/2020/11/21/babel-23982511.html

Hace unos días falleció Bruno Barbey, fotógrafo de la agencia Magnum, suizo/francés, nacido en Marruecos. Se ha ido en plena actividad, a sus 78 años, acabando de publicar un espectacular libro, ‘Color of China’ (abril 2019), con 300 imágenes obtenidas entre 1973 y 2018, una parte importante de su vida dedicada al gigante oriental. Hizo sus primeras armas en el Mayo Francés de 1968. Josef Koudelka estaba haciendo lo propio en las mismas fechas, en Praga, en plena invasión soviética. Buena cosecha de fotógrafos de raza la de aquellos años. Barbey fue un referente para mí desde el primer momento que conocí su trabajo. Sus historias, publicadas en National Geografic y Geo, me habían ido mostrando el mundo a través de una mirada con la que yo me identificaba. La vida hizo que acabáramos encontrándonos en diferentes proyectos, el último fue en Filipinas, al que voy a referirme. Pero, antes que eso, fue en Vietnam, en una recepción ofrecida por el gobierno Vietnamita en el Palacio Presidencial de Hanoi, donde tuve la satisfacción de decirle que desde mis tiempos de amateur y principiante había seguido su trabajo con devoción. Me emocionó contárselo, pensé que se lo debía, que posiblemente yo estaba allí gracias a él y a otros cómo él.

Esta noticia ha traído a mi mente una anécdota curiosa de la que él no formó parte, pero en la que hizo de introductor involuntario. Un proyecto de un editor francés concentró a un grupo de fotógrafos internacionales en el Hotel Garden Plaza de Manila, donde se había instalado el centro de operaciones para aquella intensa semana de trabajo sobre el país. Al poco de llegar del aeropuerto me encontré a Bruno en la cafetería del vestíbulo del hotel. Junto a él estaban Gueorgui Pinkhassov, de origen ruso y nacionalidad francesa, también fotógrafo de la agencia Magnum, y Péter Korniss, fotógrafo rumano residente en Budapest. Bruno nos conectó a los tres pero no pudo quedarse con nosotros, algo le urgía. A Gueorgui y a Pèter los conocía también de anteriores encuentros, pero ellos no se conocían entre sí. Al entablar conversación me di cuenta de que Gueorgui hablaba francés y ruso pero no inglés, y Péter hablaba inglés y húngaro pero no francés. Entre francés e inglés iba a ir la cosa, de modo que, dentro de mis limitaciones, puse la mejor voluntad en convertirme en traductor del uno para el otro y viceversa.

En esas estábamos cuando pasó por delante de nosotros un botones del hotel exhibiendo una pizarrita en la que se leía, escrito en tiza blanca, «Mr. Guerrero». Mientras, hacía sonar discretamente una campanilla, buscando con la mirada a quien pudiera identificarse como tal. Péter Korniss demostró que tenía algún conocimiento de español y exclamó: «¡Guerrero! Warrior! I would not like my name to be Guerrero». No me dio tiempo a traducírselo a Pinkhassof porque, de repente, a Péter se le había encendido una lucecita: «¡Yo hablo ruso!», dijo como si él mismo lo acabara de descubrir. Lógico en un rumano educado en Hungría en plena Guerra Fría, pensé. Y se dirigió en ruso a Pinkhassov. Y comenzaron a conversar en ruso animadamente. Yo, claro, en blanco, sin enterarme de nada.

En aquel triángulo imposible siempre había uno de los tres que se perdía lo que hablaban los otros dos. Había que traducir. Era divertido, pero agotador después de veinte horas de avión sobre nuestras espaldas.

Tras un rato de aquella peculiar charla Pinkhassov y Korniss decidieron retirarse. Yo me quedé, el jet-lag me tenía demasiado espabilado para meterme ya en la cama. Mientras esperaba otro café descafeinado oí de nuevo la campanilla del botones. De manera distraída lo busqué con la mirada y me quedé de una pieza. Esta vez, blandiendo la misma o parecida pizarrita, estaba buscando a «Mr. Pacífico». 

Cada vez que cuento lo que me pasó aquella tarde en el Hotel Garden Plaza de Manila tengo la sensación de que no se me va a creer. Cuando eso me ocurre, al narrar experiencias que pueden parecer imposibles, que las hay, me quedo con que a mi me basta con haberlas vivido. Cartier Bresson, un trotamundos de carácter sobrio y afilado, llegó a la conclusión de que «fotografiar es vivir». Hoy he sabido que aquella fue la última vez que vi a Bruno Barbey, pero a estas alturas su muerte no me entristece. Le recuerdo con igual admiración que en mis tiempos de amateur. Cuando una vida ha sido tan larga e intensa, morir es simplemente un punto final, inevitable y justificado.

©PedroColl

 

Norte de Vietnam, 1985. Proyecto editorial en el que coincidí con Bruno Barbey. ©Pedro Coll

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DM | 10·03·21 | 19:53

En todo este ruido que nos invade hay una alta dosis de ideología ‘ultra’ desatada. Una definitiva ‘salida del armario’. Y hace que los árboles no nos dejen ver el bosque.

Después de una cruenta guerra civil de 3 años y una dictadura de 36 este país logró pasar a un sistema democrático sorteando ruido de sables de diferentes intensidades. El último y más peligroso fue el de 23F que acabó como acabó. Nada menos que 40 años creyéndonos haber aprendido la lección y parece que volvemos a estar en las mismas. Los hay en este país -y son muchos menos de veintiséis millones- que siguen sin aceptar el juego democrático. Para ellos su verdad es la única y las otras son siempre perniciosas y malignas.

Tenemos una Constitución solida y pactada por todos, necesite o no ajustes. Tenemos un ordenamiento jurídico que traza los límites, al margen de comprensibles interpretaciones en uno u otro sentido. Nuestro arco político está conformado por diferentes partidos que van de la extrema derecha a la extrema izquierda, todos ellos votados por ciudadanos con derecho a hacerlo.

En las últimas elecciones ganó el partido socialista que, para gobernar, necesitaba del apoyo de otros. Por lo que sea se coaligó con un partido de extrema izquierda, legítimamente constituido, sin contravenir ninguna ley. En 1984, el partido Comunista Italiano se convirtió en partido más votado de Italia. No se hundió Italia, ni hubo ruido de sables. Gobiernos o pactos de coalición, de izquierdas, de derechas o de izquierdas y derechas, se han dado en las democracias, también en nuestras autonomías.

Desde las últimas elecciones, los partidos de la oposición conservadora están poniendo en duda la legitimidad de la coalición de izquierdas del Gobierno. Tildan de intenciones espurias a partidos que se sitúan en el otro extremo ideológico y que, legítimamente, piensan de otro modo. Sin embargo, en caso de necesidad, esta oposición de derechas aceptaría el apoyo de la nueva y dura extrema derecha, también constituida cómo partido legítimo. Varas de medir diferentes utilizadas sin pudor.

Todos recordamos las veces que PSOE y PP han gobernado con mayoría absoluta, pasando su rodillo. Y si no la han tenido, se han valido de los decretos. Hubo un momento en que Aznar nos metió en una guerra que nadie quería (ni sus mismas bases) y mintió en el momento del grave atentado yihadista. Todo eso se lo tragaron más de 26 millones de españoles que no estaban de acuerdo. Al final, las urnas pasaron factura. La democracia es un toma y daca sometido al control de los ciudadanos.

Consciente de que por ahora ha perdido su acceso al poder, la oposición actual y sus medios de comunicación intentan influir en estamentos que deben ser neutrales según la Constitución -Ejército, Judicatura, Monarquía- a los que siempre ha considerado

afines. ‘Son nuestra gente’, dijo una diputada ‘ultra’, refiriéndose a los militares firmantes de los manifiestos.

La democracia moderna no es perfecta y se ha ido haciendo mayor, pero sigue siendo mejor que cualquier otro sistema. El golpismo militar -de inmediatez represiva- nunca ha evolucionado de manera voluntaria hacia una democracia. Franco y Castro murieron de viejos, con las botas puestas; en Cuba siguen aún sin superarlo. Dos ejemplos claros y próximos, de diferente signo, de las consecuencias letales del golpismo, llámese Cruzada o llámese Revolución. Para fortuna de todos, pendientes aún de algún detalle, EEUU ha acabado dándonos ejemplo. Allí, los votos han finiquitado la trayectoria de un ultra iluminado que amenazaba, mentía, insultaba y despedía por twitter, que legislaba odiando. Imaginamos donde hubiera querido llegar de hacerse con el poder absoluto. El sistema democrático (reparemos en la actuación hasta ahora ejemplar de su sistema judicial, más conservador que progresista) le ha parado los pies y su sucesor va a tener por lo menos cuatro años para arreglar el estropicio.

Se trata de aguantar cuatro años, cómo han aguantado los norteamericanos, como aguantaron aquí los que están ahora en el gobierno mientras estaban en la oposición, como se aguanta en todas las democracias de hoy. Y de trabajar durante este tiempo para convencer al ciudadano y superar con los votos a los ciudadanos que piensen diferente. Con los votos.

Tan sencillo cómo que 2+2 es 4. Lo entendería un niño de primaria.
©Pedro Coll https://www.diariodemallorca.es/opinion/2020/12/10/2-2-4-26118401.html

EL DESASOSIEGO

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DM | 29·03·21 | 00:48

https://www.diariodemallorca.es/opinion/2021/03/29/desasosiego-45957777.html

 

A Txema González Bravo, periodista, buen conversador y ante todo persona. Gracias por estos últimos años, amigo.


Hablo de memoria, pero recuerdo que en el Libro del Desasosiego Pessoa (su personaje) paseando por una de aquellas calles estrechas y empinadas de Lisboa se apercibió de que, delante de él y llevando su mismo paso, caminaba un hombre vestido con traje gris. De su mano izquierda pendía el típico maletín de ejecutivo. Pessoa (su personaje) decidió seguirle durante un rato. Se puso a observar su manera de andar, cómo era el balanceo del portafolios, el gesto ritual y periódico de llevarse a la cara el cigarrillo que sostenía con la mano derecha, de modo controlado y ostentoso, proyectando cada vez una efímera nubecilla de humo. En ningún momento le vio la cara, pero llegó a la conclusión de que no querría ser él, de que por ninguna razón del mundo podría vivir en aquel personaje, que ‘antes preferiría no nacer’.

El Libro del Desasosiego, escrito por Fernando Pessoa bajo el heterónimo de Bernardo Soares, es la autobiografía de ‘un hombre nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué’. Pessoa habla de la doble personalidad. Pessoa y Soares sufren ambos por su inadaptabilidad a la realidad vulgar.

Un día caminaba yo (no mi personaje) a paso rápido por el centro de la ciudad y me fijé en que un tipo parecido al del personaje de Pessoa deambulaba delante de mí. Ya sé, hay tantos que no tenía por qué haberme llamado la atención, pero llevábamos el mismo camino y me vino a la mente el texto del portugués. Acompasé mi paso al suyo y me dediqué a analizarlo. Este no fumaba, pero llevaba el mismo tipo de maletín, el mismo corte de traje, caminaba con seguridad, debía encaminarse a una reunión de gente importante cuando, de golpe, hizo un gesto brusco, como si acabara de darse cuenta de algo. ‘¡Me lo he olvidado!, pareció exclamar gestualmente. Aminoró la marcha sin detenerse del todo y con agilidad levantó el maletín. Manteniéndolo horizontal sobre la palma de su mano izquierda lo abrió con un hábil movimiento de los dedos de la derecha. ‘¡Clak-clak!’, sonó. Aunque yo anduviera un metro detrás de él, el contenido no escapó a mi vista: un batiburrillo de chicles, caramelos, golosinas, chocolates, piruletas, confites…

Sentí como si Pessoa y Soares me estuvieran observando, esperando mi reacción. Sin dudarlo ni un segundo me solidaricé con ellos. También yo, ante tal situación, hubiera deseado no haber nacido. De cómo puede uno mismo evitar nacer no nos da Pessoa ninguna pista. Tampoco Google me ha aclarado nada sobre tan enrevesado enigma. Pero voy llegar a dónde quería llegar cuando comencé a escribir estas líneas: si a estas alturas de mi vida algún Mefistófeles tentador me ofreciera una nueva larga existencia bajo la condición de encarnarme en un perfil de este tipo, no aceptaría. Por ninguna razón del mundo podría verme obligado a transitar por una vida que, para mi, careciera de fantasía e ilusión.

©Pedro Coll           

Estación Victoria. Londres. ©Pedro Coll

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